Ya está en cartelera la nueva película de Ari Aster, una angustiante historia que fluye a través del dolor de su protagonista y un paisaje de desesperación soleada.
Cada noventa años se realiza una celebración del solsticio de verano en Hälsingland, Suecia. No hay oscuridad, son días de sol permanente y se vive la fiesta de una comunidad que se siente más como una familia. El escenario es idílico: Largos campos verdes, un cielo despejado y muchas sonrisas entre los asistentes, tradiciones arraigadas y muchas flores, de todos colores y formas. A esta festividad llegan cuatro amigos americanos que fueron invitados por un quinto, un chico sueco llamado Pelle (Vilhelm Blomgren). En este grupo hay sólo una mujer, Dani (Florence Pugh), quien busca en esta experiencia lidiar con el duelo generado por una reciente tragedia. Otro de los mencionados amigos es su novio Christian (Jack Reynor), quien está con ella más por lástima que por amor. Así es como estos cuatro amigos se adentran en una festividad que de entrada pareciera un rincón de paz, pero que resulta exactamente lo contrario: Midsommar es horror y locura.
Ari Aster nos sorprendió en 2018 con la sutilmente aterradora Hereditary (distribuida en México con el nombre de El Legado del Diablo), la cual fue su ópera prima y marcó el camino que ahora confirmamos pretende mantener como cineasta: Sus películas buscan no solamente hacer brincar al espectador como cualquier película de miedo, él busca provocar en el público tensión, estrés, empatía (no una positiva) y ansiedad. Una vez que logra esto, disfruta de dar estocadas con escenas gore y personajes chocantes. Este año nos trae la misma fórmula en Midsommar: El terror no espera la noche.
En este nuevo largometraje, Aster nos muestra a Dani, su protagonista, a través de una Florence de actuación estupenda (repitiendo el acierto que tuvo en Hereditary con la gran Toni Collete), quien con su dolor, el llanto y sus gritos nos lleva a un cansancio mental que cuesta mucho trabajo quitarse aún después de salir de la sala. Al encontrarse alejada de sus amigos y su pareja, Dani encuentra en esta fiesta personas que parecen querer acompañar o mitigar su sufrimiento, pero que realmente lo engrandecen y la sofocan. Esta comunidad es más bien un culto (¿o religión?) que carece de la paz que el grupo buscaba, y si bien la gente que la integra dice sentirse feliz de pertenecer a ella, vemos en sus miradas cierto adormecimiento y adoctrinamiento que nos hace dudarlo. Filmada en Budapest, la película se vale de recursos extravagantes (como osos, runas y deformidades) para complementar el ya desagradable panorama, donde la naturaleza es significado de muerte y la hermandad se tergiversa hacia el aplauso al sacrificio.
Durante la trama los personajes consumen alucinógenos que los trastornan y desorientan, algo que considero que Ari Aster logra con su espectador: Toma un puñado de cosas que consideramos hermosas y apacibles (como los paisajes, los rostros sonrosados y risueños, la familia o un sol brillante) y lo retuerce para cambiar nuestra perspectiva y dejarnos sacudidos, incómodos y queriendo huir, pero incapaces de quitar los ojos de la pantalla.
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